sábado, 6 de enero de 2018

De los mercenarios (parte 1)



(…) Y llegaron hombres desde las tierras del Quirim, desde sus costas escabrosas pobladas de cormoranes de afilados dientes y oasis con palmeras cargadas de dátiles. No eran hombres de raza negra, como uno esperaría tratándose del Quirim, sino hombres de tez morena, sin la piel pálida de los habitantes del norte, o en palabras de Zizifhe, hombres “un par de veranos más oscuros que un kapparime.”

Primero llegaron los jabalineros, pueblo emparentado con los Jinetes de la Serpiente, hombres de talla pequeña y con caballos igualmente pequeños, pero resistentes. Su táctica favorita era asaetear a sus enemigos con las jabalinas, y luego huir, y después regresar para arrojarles más proyectiles.  No usaban armadura alguna y eran inútiles en combate cuerpo a cuerpo contra caballería pesada o infantería, pero eficaces a la hora de perseguir a las tropas que huían y así aumentar el número de bajas. Solo vinieron unos doscientos con el doble de caballos, pero con promesas de que más llegarían a fines del próximo mes.

[Image: batalla-de-cannas-carga-de-los-numidas.png]

Luego estaban los honderos de Kasgjosh, unos cuatrocientos, quienes llegaron con su peculiar dios, llamado Kammu el No-nato, un repulsivo feto momificado guardado en una urna de jade con asas de plata. Según ellos era el hijo de un dios y una mortal, abortado por las intrigas de un demonio.

Ellos querían como pago, además de oro, mujeres, porque en sus áridas costas escaseaban las esposas.

Cesarius hizo algunas vagas promesas al respecto, pero la verdad es que no veía mucha utilidad en una honda, él prefería arqueros y ballesteros, pero ellos pronto le demostraron lo equivocado que estaba. Habían sorprendido a uno de los suyos robando a sus compañeros y decidieron castigarlo en público, sirviendo además como advertencia a cualquier otro que se viera tentado por la codicia.

Lo amarraron a un árbol a orillas del rio y a diez pasos de él tres tiradores empezaron a girar sus hondas. Usaban bolas de plomo como proyectiles, todas del mismo tamaño y peso, aunque en caso de necesidad cualquier piedra recogida del suelo serviría. Una de las bolas dio contra la rodilla del ladrón y la rompió haciendo saltar la sangre, piel y astillas de hueso.

—Veo que vuestras bolas son en verdad peligrosas —le comentó Cesarius al líder de los honderos, un viejo gordo y feo llamado Mukmuk Caraplana— Por cierto, vaya manera más eficiente de mantener la disciplina.

Mukmuk le sonrió, revelando que le faltaban casi todos los dientes, también le faltaba la nariz o casi, ya que la tenía terriblemente aplastada, quizás recibiera algún mazazo años atrás, o un hondazo.

—A este lo sorprendimos robando por tercera vez, los dioses aman el perdón, pero quien abusa de ese perdón y no aprende, se burla de los propios dioses… Ahora aprenderá la lección.

Sin duda la había aprendido, sus gritos eran aterradores, dolía el escucharlo, y no solo en los oídos. Los proyectiles seguían llegando, rompiendo costillas, volando dientes y dejando marcas amoratadas en la piel. Cesarius se enteró de que muchas de esas bolas de plomo tenían talladas, en la vieja escritura cuneiforme del Quirim, frases irónicas como “idiota”, “me lo merezco”, ”cornudo” y similares, que quedaban marcadas en la piel, agregando humillación al dolor y la muerte.

El espectáculo terminó cuando una bola dio en la frente del condenado con un crujido escalofriante. Cesarius se imagino que ese último proyectil tenia grabada la palabra “muérete” en el.



Aporte de Haradrim de Fantasitura (o sea yo)

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