sábado, 16 de junio de 2018
La noche del Sacrificio, de Haradrim (Cuento)
Una sombra surgió, la sombra comenzó a crecer y a cubrir de oscuridad los restos de la derruida y abandonada plaza, a los árboles esqueléticos y resecos, a los bancos rotos, a la fuente seca y agrietada en cuyo centro la estatua de una hermosa doncella, ajada y mutilada por los años, sostenía una jarra de cuya boca el agua había dejado de brotar muchísimo tiempo atrás. La sombra cubrió el arenoso suelo, en lo que antiguamente eran jardines con flores y arbustos, y se detuvo mientras emitía un raro sonido de “chuc-chuc-chuc”
La sombra se materializo en el cielo en forma de un enorme dirigible, como una colosal y jorobada ballena flotante. Mientras sus hélices dejaban de girar y se mantenía inmóvil en el aire, de su cabina y con un susurro y un silbido de vapor bajó un disco metálico, una plataforma con barandas sostenida por un grueso cable, y en la plataforma dos figuras, una chica joven y un anciano, ella vestida con un mandil de cuero y ropas de fogonero, y el con una elegante tunica escarlata con detalles de oro en sus mangas. La muchacha era pálida, con cortos cabellos castaños y ojos verdes, el anciano tenía una corta barba de filósofo y ojos de sabio rodeados por muchas arrugas. Lo único que tenían en común era una insignia en el pecho, de plata y bronce, con el símbolo imperial de Fédregahl, pero combinada en el martillo y el relámpago de la Casa de los Alquimistas, dedicada a las ciencias del metal y las pociones.
Tras poner pie en la ruinosa plaza, ambos contemplaron la ciudad en silencio: sus columnas caídas, sus muros derruidos, sus edificios con techos desfondados y sus casas invadidas por la arena, con los huecos de las ventanas sin marcos ni postigos, como ojos ciegos que esperaban a unos inexistentes visitantes. A medida que el día daba paso a la noche, las sombras de la ciudad se alargaban, y el atardecer rojizo allá en el horizonte producía extraños juegos de luces, tiñendo con un resplandor inquietante los descascarados muros de sus edificios.
El anciano observó la ciudad con marcado interés, mientras se acariciaba la barba, mientras que la muchacha simplemente miró hacia adelante, como si no viera la ciudad; como si fuera una roca o un árbol más.
—Interesantes ruinas… y no aparecen en los mapas —dijo el anciano—me pregunto si es por la mediocridad de los mismos o porque esta ciudad ya ha sido olvidada por completo en la memoria de los hombres.
—¿No sabes que ciudad es, padre?
—No, aunque eso no te extrañe, estos son los desiertos de Nosser, cuna de las más antiguas civilizaciones del continente de Quirim.
—Padre, ¿exploramos estas ruinas?
—Si, pero no ahora, no cuando la noche esta tan cerca, no sabemos los peligros que pueden acecharnos, e incluso, si no hay tales peligros, las ruinas, que durante el día son tristes a la vista, de noche se vuelven siniestras y se pueblan de fantasmas… no hablo de fantasmas reales —continuó ante la mirada de su hija— hablo de los fantasmas de la imaginación, que pueden ser peores… Oh, dioses, ¡Qué espanto!
En ese momento, algo surgió de las arenas: era un insecto gigante, un monstruo horrible, con ojos facetados y mandíbulas enormes, un escarabajo de las arenas… pero no era eso. En realidad era un hombre, con una máscara que imitaba a un escarabajo, y detrás de él y a su alrededor, de entre las grietas y los rincones oscuros en las esquinas de los muros surgían otros como él, vestidos de negro y con las mismas espantosas máscaras.
Uno de ellos hizo girar en el aire una bola atada a una fuerte cuerda trenzada, y se la arrojó a la muchacha, enrollándola alrededor de su cuello para que, con un fuerte tirón, jalar y derribarla, mientras su padre gritaba lleno de terror.
—¡Hija!
Khoran los escuchó venir y, a su pesar, sintió que su corazón se encogía de miedo. ¿Ya venían por él? ¿Tan pronto?
Abrieron la puerta de su calabozo y entraron Ellos: los horribles, los malditos… pero no venían solos. Arrojaron bruscamente al suelo a dos prisioneros más, un hombre y una mujer, y se marcharon. Los nuevos cautivos se levantaron lentamente y miraron a Khoran, y él los miró a ellos: una chica joven, pálida y con el rostro lleno de pecas, además de un hombre viejo con una corta barba canosa, que parecía tan azorado como serena estaba la muchacha. Quizás era su hija… o su nieta.
—Bienvenidos —dijo Khoran.
—¿Dónde estamos? —preguntó el viejo, mientras que, a la luz de las escasas antorchas que iluminaban el lugar, paseaba su mirada por la mazmorra, por sus paredes y techo de piedra, y por sus barrotes de hierro carcomido.
—¿Han oído hablar de Immunna?
El viejo se estremeció, mientras que la chica —con una serenidad que rayaba en la indiferencia o en la locura— sólo parecía expresar cierta curiosidad.
—¿Immunna? —preguntó ella.
—La ciudad maldita, la profana, donde se adora a los demonios… o se les adoraba —le explicó el anciano.
—No a los demonios, sino a Zzugla’tiìt, el Dios Insecto, y todavía se le adora —aclaró Khoran— Cada primera luna llena del mes, sacrifican a un humano a su Dios. Lo ofrecen para que él… lo devore.
El anciano no pudo evitar mostrarse asustado, mientras la muchacha, con sus ojos verde pálido casi transparentes, siguió tan calmada como antes. De hecho, más que calma, su rostro mostraba indiferencia.
— Zzugla’tiìt, uno de los Sesenta y Seis dioses, también llamado El Olvidado, dios de la podredumbre, las plagas y los enjambres… No puedo creer que aun tenga seguidores…
—Estamos bajos las ruinas de la ciudad y, esta misma noche, vendrán a buscar a uno de nosotros para sacrificarlo a su Dios… —Khoran sonrió con amargura— Deben haber visto su estatua, ¿no? Una estatua gigantesca, con muchas patas…
—¡Dioses! —El anciano volvió a temblar; sí, la había visto.
Después que los capturaran, los llevaron a través de las ruinas de Immunna, y luego por lóbregos pasillos y cámaras subterráneas, hasta llegar a una enorme caverna iluminada por decenas de antorchas. Su luz era insuficiente para permitir apreciar el tamaño de la misma, cuyo techo se mantenía en la oscuridad, pero eso no era lo importante, sino la gigantesca estatua que se hallaba en su centro: parecía una mezcla de escarabajo, escorpión, tábano y araña. A pesar de que era tan sólo un enorme pedazo de muerta piedra negra, Urus, el anciano, se estremeció de asco y de temor, ya que la estatua parecía exudar malevolencia a través de aquellos ojos que parecían vivos y hambrientos.
—Dicen que esa estatua revive cada luna llena, para tomar su sacrificio… —continuó Khoran— Dicen, porque yo no lo he visto, claro… pero creo que lo veré esta noche.
La cara de espanto de Urus no le causo ningún placer; alguien más ruin o más desesperado se habría alegrado morbosamente de no ser el único que tendría tan macabro destino, incluso abrigando esperanzas de prolongar su vida un poco más a costa de estos dos desdichados. Pero había pasado mucho tiempo desde que Khoran perdiera toda esperanza. Incluso había pensado en suicidarse, para evitar una muerte mil veces peor, y para ser, por un breve instante, nuevamente libre tras estar prisionero durante tanto tiempo. Pero Ellos, los malditos —los adoradores de Zzugla’tiìt— eran muy astutos. Desde que lo castigaran brutalmente, lo mantenían bajo una vigilancia estricta, aunque jamás parecieran estar cerca de su calabozo: disponer de su propia vida era algo que a Khoran le estaba vedado.
—¿No podemos hacer algo? ¿Algún modo de escapar? —preguntó Urus desesperado.
—¿Escapar? —una nueva mueca que trataba de asemejar una sonrisa apareció en el rostro de Khoran— No, no se puede escapar. Lo he intentado muchas veces… Formé parte de un grupo de siete, y en cada luna llena venían en busca de uno de nosotros. Ahora sólo quedo yo —sentenció.
Por primera vez, el anciano y la muchacha parecieron fijarse en su compañero de celda. Lo que vieron entonces fue un hombre barbón y greñudo, con las ropas raídas y sucias, sentado con las piernas cruzadas, o eso parecía, ya que una manta inmunda le cubría las piernas. Era difícil calcular su edad, con las sombras bailándole en el rostro, pero ya tenía canas en la barba y su rostro parecía el de alguien derrotado hace mucho tiempo.
—La última vez que intente escapar fue haciendo un forado en la pared. Me descubrieron… y me castigaron así.
Ya no sonrió al levantar la manta. El viejo lanzó un grito, un verdadero chillido de espanto, al ver los muñones cubiertos por vendajes sanguinolentos; esos muñones en donde terminaban ahora las piernas mutiladas de Khoran.
La muchacha en cambio no se horrorizó sino que, por el contrario, se inclinó hacia él, mirando con curiosidad esa muestra de la crueldad de los adoradores de Zzugla’tiìt. Khoran estaba asombrado —una emoción que ya no creía que volvería a sentir— esa muchacha no parecía entender lo que les pasaría a ellos, ignorando deliberadamente una muerte que era horrible y humillante a la vez. Quizás la muchacha estaba loca… o era idiota.
La chica se retiró y, al hacerlo, sus ojos verde claros, casi traslúcidos, brillaron. Sólo duró el tiempo de un respiro, pero él los vio brillar como los ojos de un gato. No supo qué pensar de aquello, por lo que prefirió ignorarlo.
—Yo seré el sacrificio de esta noche —concluyó—. Luego, les tocara a ustedes… Es mejor resignarse; es lo único que pueden hacer.
Antes que el espantado anciano pudiera responder, se escucharon pasos, y una luminosidad vacilante llegó a ellos a través de los pasillos. Entonces aparecieron Ellos, una decena al menos, vestidos todos con túnicas negras y portando lanzas y antorchas; además, todos escondían sus rostros tras horribles máscaras de escarabajo, de mosca, de tábano, y de cosas con ojos enormes… y trompas y mandíbulas. Uno de ellos saco una enorme llave oxidada y abrió la puerta de la celda con un rechinido
El viejo y su hija se levantaron y se apartaron. El anciano se puso por delante de la muchacha y con un brazo la obligó a mantenerse un paso más atrás: un gesto de protección tan espontáneo como inútil.
—Tú, ven aquí —le ordenó el enmascarado que parecía el jefe a Khoran.
Pero antes de que el prisionero hiciera movimiento alguno, la muchacha pálida de ojos verdes se adelantó y, con un movimiento tan rápido que ni su padre ni Khoran la pudieron ver, golpeó el rostro del que dio las órdenes. Éste fue arrojado hacia atrás, y estrelló su cabeza contra el muro; quedó por un momento apoyado en él, vacilante, y luego se deslizó lentamente hasta quedar desparramado en el suelo en una posición ridícula, quedándose inmóvil.
La máscara se le desprendió entonces y mostró un rostro delgado, de pómulos salientes y nariz aguileña: un rostro perfectamente humano, que ahora chorreaba sangre por sus narices y oídos. Khoran no supo que le asombró más: si el que debajo de esas máscaras horribles los sectarios de Zzugla’tiìt tuvieran un rostro humano, o la enorme fuerza de la muchacha, impensable en un cuerpo tan delgado.
—Muy valiente tu hija —le dijo a Urus—, pero su acto de bravura no servirá de nada; a tu hija la sacrificaran antes que a ti, pero finalmente todos tendremos el mismo destino.
El viejo no contestó. Extrañamente, no parecía preocupado. Por supuesto que estaba asustado, pero no tanto como uno podría pensar en esas circunstancias.
—¿Cómo es que tu hija es tan fuerte? Parece tan delgada, tan frágil…
Urus siguió sin contestar; su ceño era el de un pensador y ahora parecía estar calculando algo. Sombrío y silencioso, por su mente pasaban miles de pensamientos e ideas, atropellándose y confundiéndose en una amalgama en la que, como una estrella en una noche oscura, por un momento brilló una leve esperanza.
—Ismie —murmuró entonces el viejo; tan sólo eso, el nombre de su hija, que a esas horas seguramente ya estaba muerta y digerida por aquel Dios inclemente—Ismie…
Entonces se oyó un rugido.
Ambos se sobresaltaron; era un rugido atroz, lleno de ira y locura. No parecía un sonido capaz de ser producido por una garganta humana… ni por ningún animal tampoco. Era aterrador: la rabia se hacía sólida en aquel espantoso aullido que les llegaba claramente, atravesando corredores y muros de piedra.
Y de golpe todo quedó en silencio.
Ambos esperaron, con miedo en el corazón, hasta que pudieron oler algo: era un olor intenso, punzante y desagradable. Parecía como algo animal, combinado con el hedor de cucarachas reventadas y caparazones de escarabajos resecos bajo un sol eterno; en realidad, olía a algo totalmente corrupto y cubierto de moscas. A Khoran aquello le trajo recuerdos, como si aquel aroma hubiera llegado a sus narices antes, pero de forma más vaga y diluida.
Finalmente, oyeron pasos —livianos y de una sola persona— acercarse. Fue sólo entonces que la figura se reveló: frente a ellos estaba Ismie.
—Pero, ¿cómo pudiste…? —La pregunta de Khoran quedó sin terminar, porque Ismie estaba destrozada: tenía desgarrada tanto la ropa como la piel de los brazos y de la cara, pero eso no era lo más terrible.
Lo realmente horrible era que debajo de la piel no había carne, sino madera, cuero y metal. De sus heridas manaba un líquido oscuro y aceitoso, y tenía un gran agujero en el vientre donde se veían engranajes y ruedas dentadas. Uno de sus ojos había desaparecido, y sólo quedaba un agujero con una piedra traslúcida de color verde pálido.
Sin embargo, pese a lo espantoso de su aspecto, su rostro seguía siendo sereno y tan indiferente como el de una estatua hermosamente tallada.
Por si fuera poco, estaba cubierta de baba: una baba espesa e iridiscente que brillaba a la luz de las antorchas, y era de allí que provenía ese olor tan espantoso a cosas que se escondían en túneles y cavernas.
—Vino ese Dios —comenzó a explicarles—, y me entregaron a él… Y me mordió. Pero al hacerlo, se dio cuenta de que yo no era de carne, y se enfureció. Fue entonces que, enloquecido de rabia, atacó a sus seguidores.
»Mi idea era que me tragará para así atravesarle el vientre, pateándole el estómago desde dentro y matarle, pero no fue necesario. Ahora estamos solos… y libres.
Ambos hombres la miraban con asombro. Su padre se le acercó y le tocó suavemente su mejilla, donde estaba la poca piel que quedaba en ella.
—¿Te duele?
—No lo sé, padre… no sé realmente como es el dolor. Padre, ¿te duele a ti? ¿Estás lastimado? —preguntó ella, tocándole el rostro, y acariciando las lágrimas que se derramaban por los ojos de Urus.
—No, no, querida… Estas lágrimas son lágrimas de alegría —contestó el viejo con una sonrisa forzada—: Lloro porque eres la mejor hija que pude crear… mi ángel metálico.
Entonces la abrazó, haciendo caso omiso a la baba. Khoran no dejó de notar que, aunque Urus derramaba abundantes lágrimas, el rostro de la muchacha —lo que quedaba de él, al menos— seguía siendo tan indiferente como el de una máscara.
Era un rostro que sólo era humano en su superficie.
FIN
Autor original Haradrim, de Fantasitura.
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